sábado, 23 de abril de 2022

Por primera vez en dos meses


Ninguno de nosotros era consciente de que en unas horas se iba a tomar en Moscú la decisión más racional: bloquear a los nazis de Azov en sus mazmorras y dejar que se coman a sí mismos, se merecen unos a otros. O que se entreguen. Mientras tanto, Azovstal estaba siendo puesto patas arriba y asaltado. Tan cerca como era posible, la guerra se asemejaba a las batallas en las ciudades de Siria: Homs, Alepo o las afueras de Damasco. Cierto, en Oriente Medio nadie sueña siquiera con un uso tan masivo de artillería y aviación.

Pero, a los detalles. Por ejemplo, solo es posible moverse por esta metrópolis

industrial entre los agujeros de las paredes. Quienes avanzan son grupos de asalto usando mazos y explosivos o proyectiles durante el bombardeo. Avanzamos sobre nuestra casa por un hueco en la esquina. No quiero mirar hacia abajo. Sobre nosotros, un soldado sentado en una silla de oficina tiene una ametralladora a sus pies. Es quien dirige a este periodista sobre dónde es mejor poner el pie y a qué agarrarse.

El único lugar seguro en este edificio es un pasillo de veinte metros que no tiene ni puertas ni ventanas. Todo el personal del grupo de asalto se reúne aquí para todo menos para disparar. Corremos por las puertas agachados, pero el otro lado el edificio ya está en la retaguardia. Se ha colocado una cocina de campaña ahí: se están calentando raciones de carne en lata. Está lleno de marcos, polvo en el suelo, ventanas rotas y puertas destrozadas. Llego a tiempo para la segunda fase de la operación: el barrido final. Nuestro comandante, el sonriente soldado de nombre de guerra Les [bosque] nos cuenta dónde nos hemos metido: “el enemigo está a 600 metros a nuestra izquierda. En teoría, puede disparar a través del pasillo, ¿pero para qué haría eso a estas alturas?”. Las palabras de Les no necesitan explicación. A juzgar por las constantes voleas de howitzers, el enemigo a nuestra izquierda no tiene con qué contrarrestar. Pero a lo largo de la fachada de nuestro edificio, el enemigo está a 200 metros. Los grupos de asalto trabajan allí, nuestra tarea es no dejar que el enemigo escape de ahí.

El hangar es impresionante, gigante. Les me muestra un mapa secreto: tiene cien metros de ancho y 300 de largo. Lo miro a través de un tuvo espía, con el periscopio por el pasillo. Solo veo el tejado gris, porque el edificio está camuflado entre unos arbustos a los que ya les han salido las hojas.

No comprendí inmediatamente por qué Les mostraba tanta confianza. Resulta que, como miembro del grupo de asalto de Vostok, pasó 17 días completamente rodeado en un edificio de nueve pisos en las afueras de Mariupol. Les hacían llegar provisiones con un cable suspendido con un dron. Sin embargo, nuestros artilleros a menudo rompían ese camino de vida con la metralla. Les cuenta: “¡Jamás he pasado tanto frío!” y hasta le da un escalofrío, una reacción muscular a algo que el cuerpo ya ha superado hace más de un mes.

“¿De dónde sacabais agua?”

“De las cisternas de los baños y de las calderas. Había 20 de los nuestros y 15 civiles. Sobrevivimos”.

Un soldado se acerca al comandante: “Les, nuestro sótano aún no está barrido, inspeccionado y asegurado. No está claro qué hay en la parte de atrás, hay un cuerpo, puede que tenga documentos o que esté minado”.

El grupo de personas que quiere a asegurar el sótano crece rápidamente, ya son cinco. A la entrada realmente hay un cuerpo, una persona con el uniforme de Metinvest. Los perros se han comido sus piernas y no tiene cabeza. Pasamos. Sigo sin entender por qué hay sótanos de este tamaño. Está vacío, salvo por unos uniformes nuevos en el suelo. Sobre ellos hay una barbilla humana. Otra vez los perros caníbales. En la esquina del sótano encontramos lo que estábamos buscando: una pequeña puerta. Detrás de ella hay una habitación con un gran tanque de acero lleno de agua industrial. Hay ventilación sobre el tanque y lo atraviesa el distante sol. Hay una escalera de madera junto al tanque. Les resume la situación: “Chicos, todo está claro. Corrían aquí a por agua. Haremos barricadas y lo minaremos. Los chicos arrastran viejos carteles y señales de cambio de divisas hasta el sótano. Cerramos la puerta de acero al garaje con un mazo. Ya está. Podemos respirar.

Arrastro un trozo arrancado de puerta, algunos jerséis y un puf. Me aprieto el casco, me cubro las rodillas e intento calentarme. El edificio lleva congelado desde el año pasado, las tuberías de calefacción han volado. Al recostarme en el puf, bromeo: “Ahora soy un verdadero experto militar de sofá”.

Nuestro edificio es un semicírculo y las posiciones enemigas son bombardeadas sin cesar. Si te fijas en la pared, se puede ver cómo tiembla e incluso se deforma. Lanzo a los chicos unos caramelos. ¡Quién habría imaginado la felicidad y la emoción de compartir unos dulces! Todos se llevan dos. Solo un tristón y alto soldado cubierto con una balaclava me pregunta: “¿No hay pan?”

Todos se ríen de él: “Bueno, Seryoga, eres un verdadero hombre de Mariupol, empiezas cada conversación con el pan”. El chico realmente es de Mariupol. Él y su padre llevan ocho años luchando. Me avergüenzo un poco y para apagar las bromas de los demás soldados, digo: “Ayer traje todo un maletero de pan y una bolsa de linternas. Antes de la guerra, no sabíamos el valor que tienen el pan y la luz. ¿Tienes familia en la ciudad?”

Seryoga sonríe: “Aquí, estoy volviendo a Mariupol poco a poco. Llevo ocho años sin venir. Conseguimos sacar a la abuela, no quedaba nadie más. El piso se quemó. ¿Por qué lucho? Es simple: o estamos en esta tierra nosotros, o estarán ellos. No sé cómo explicarlo en la tele”.

Cuando el enemigo empieza a golpear con especial potencia, aparece una pareja de francotiradores de nuestro grupo. Vienen a calentarse y a por comida caliente. Resulta que llevan ahí callados, como haría cualquier francotirador, todo este tiempo, como ratones en una emboscada. ¿Dónde? Es un secreto militar. Les está intranquilo, molesto con estos constantes ruidos. Las salidas también se producen sin parar, aunque desde fuera parece que nuestro grupo está relajado, saboreando los caramelos.

Dos tanques bordean nuestro edificio, avanzando en círculo y disparando. Después se para y detienen los motores. En el hangar, a 200 metros de donde nos encontramos, empieza una batalla a través de la valla. Después se detiene. No son disparos de armas ligeras sino de ametralladoras de gran calibre. Silencio, bombardeo, más bombardeo. Un walkie-talkie se activa en el pecho de Les: “Dos muertos y un herido. ¿Cuándo viene la ambulancia? ¿Veinte minutos? Que venga a la puerta, rápido”.

“Luchan como el diablo, saben cómo luchar”, dicen los soldados. Recuerdo en voz alta la sorprendentemente precisa frase de Igor Strelkov en septiembre de 2014: “¿Por qué no hemos podido capturar el aeropuerto de Donetsk en todo este tiempo?”. Strelkov respondió: “Porque son rusos luchando contra rusos”. En respuesta a estas palabras, un soldado saca una bolsa de basura y muestra un pequeño libro. Dice que lo ha recogido en el edificio anterior. Es una publicación cara, en inglés. Es un “álbum de la memoria” de los soldados ucranianos que murieron en 2014-2015. Lo miramos y nos lo pasamos unos a otros. Se me ocurre: “Cualquiera de este libro podría estar en nuestro grupo, la caras son las mismas, el equipamiento es el mismo”.

Les se da cuenta: “Solo es distinto en la cabeza”.

El comandante de nuestros artilleros me recoge por la noche y me lleva a la base del batallón. Las batallas han terminado. El hangar, en el que se han empleado docenas de vagones de munición en un solo día, ha sido liberado solo a medias. Según los soldados, no será posible asegurar la zona industrial de Azovstal hasta dentro de una semana o dos. Creo que hay que escuchar la opinión de estos soldados. Pero en el momento de escribir estas líneas, el Kremlin ha tomado la decisión más racional: que no haya duelos con Azov en estas mazmorras. No hay nadie para rescatarlos. Que se queden ahí sentados y piensen si han vivido sus vidas correctamente o han cometido algún error.

Y así, inmediatamente después de la decisión de Putin, Mariupol quedó en silencio. Por primera vez en dos meses.

Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda

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