Fracasada sin lograr ningún objetivo mínimamente reseñable la primera fase de la contraofensiva que Ucrania y sus aliados habían preparado para primavera y que iba a cambiar el rumbo de la guerra para consolidar definitivamente la iniciativa a su favor, tanto las autoridades ucranianas como las estadounidenses parecen haber anunciado este fin de semana una segunda y mucho más decisiva fase, o esa es su esperanza, del ataque ucraniano en el frente sur. Pese al excesivo y prematuro triunfalismo ruso, cuyo presidente ha dado ya por fracasada la ofensiva, las autoridades militares rusas han de ser conscientes de que Ucrania aún no ha introducido a sus reservas estratégicas a ni una parte importante de las tropas entrenadas en el extranjero a lo largo de estos meses.
Los graves fallos tácticos cometidos por las autoridades militares ucranianas y sus patrones occidentales han permitido a Rusia defenderse con solvencia e impedir el paso de las grandes columnas blindadas que trataron de irrumpir hacia la línea Surovikin en los primeros días del ataque a principios de junio. Ucrania ni siquiera había precedido el ataque con una serie de operaciones para minar la logística rusa tal y como se esperaba, así que, quizá para lograr un efecto sorpresa que nunca iba a funcionar, avanzó con sus Leopards y Bradleys, sin cobertura aérea ni a la sombra de un gran ataque de artillería sobre las posiciones enemigas, para chocar con los campos de minas colocadas durante meses por las tropas rusas en para preparar la defensa.
Los motivos del fracaso son evidentes y, en gran parte, predecibles: pese al inmenso suministro de potente armamento occidental, las tropas rusas disponen de gran capacidad artillera y superioridad aérea en una zona en la que durante meses se ha preparado una elaborada defensa. El frente se ha configurado de tal manera que las tropas rusas no tienen ya, como si tuvieran en Járkov o Jersón, posibilidad de realizar una retirada táctica. Cualquier retirada en el frente central en estos momentos podría suponer una peligrosa ruptura en un sector comprometido, de ahí la minuciosa preparación de las fortificaciones defensivas. Pese a las plegarias y apelaciones incluso a una llamada a voluntarios para pilotar los deseados F16, que según Zelensky darían la puntilla a Rusia, Estados Unidos no ha dado aún la aprobación para el envío de sus cazas. “No se dan las circunstancias propicias”, ha llegado a alegar, añadiendo que Rusia cuenta “aún con algunas defensas antiaéreas”. La realidad es que tanto Rusia como Ucrania contaban con potentes defensas antiaéreas antes de la guerra, motivo por el que la aviación no ha sido el elemento central del conflicto. Por motivos políticos y comerciales, Estados Unidos no puede permitirse el lujo de arriesgar sus F16 en una ofensiva en la que su destino posiblemente fuera el equivalente al de los tanques Leopard y vehículos blindados Bradley los primeros días de la ofensiva. En los últimos días, Washington ha dado señas de que los F16 podrían llegar a Ucrania antes de finalizar el año, promesas no confirmadas y a futuro que llegarían muy tarde para la actual ofensiva.
Desde que se produjera el ataque contra el puente de Kerch hace exactamente una semana, Ucrania ha comenzado nuevamente a afinar la puntería contra nodos logísticos, bases militares en la retaguardia, fundamentalmente en Crimea, y polvorines. Todo ello, unido a este tiempo de parón para recomponer la táctica fallida en la fase inicial y las declaraciones tanto de Zelensky como de Antony Blinken, apuntan a un nuevo intento ucraniano de romper el frente en el sector central de Zaporozhie. La táctica de desgaste que han aplicado las tropas ucranianas contra las rusas desde el sonoro fracaso de la irrupción blindada tampoco ha dado grandes resultados pese a las esperanzas puestas en la munición de racimo.
Ni el hecho de que el tratado contra su uso lleve el nombre de la capital de uno de los grandes defensores de Ucrania, Canadá, ni la prohibición de esta munición en una parte importante de los países aliados ha dificultado el envío y la normalización de su uso. Tampoco las palabras de Hun Sen, presidente de Camboya, un país que ha sufrido y sigue sufriendo las consecuencias de la munición de racimo, han sido tenidas en cuenta. “Supondrá una seria amenaza para los ucranianos durante años, incluso siglos, si se usan bombas de racimo en los territorios de Ucrania ocupados por las tropas rusas”, escribió añadiendo que Camboya sigue luchando medio siglo después por limpiar sus tierras de las bombas de racimo utilizadas por Estados Unidos en su guerra encubierta. “Siento pena por el pueblo ucraniano y apelo a Estados Unidos como suministrador y a Ucrania como receptor de tales municiones a no utilizar estas armas en la guerra, ya que la víctima real será la población de Ucrania”, insistió en un mensaje publicado en las redes sociales en el momento en el que se confirmó finalmente que Joe Biden había autorizado el envío.
La advertencia de Hun Sen nunca iba a ser tenida en cuenta, como tampoco las tímidas quejas, fundamentalmente para cubrir el expediente, de países como España, en los que, en el pasado, la lucha contra las minas antipersona o la munición de racimo ha sido considerada central en las causas pacifistas. En un contexto de ofensiva, hace tiempo que las llamadas al alto el fuego y a la negociación quedaron completamente eclipsadas por los hechos y demonizadas por las autoridades de Ucrania, cuyo ministro de Asuntos Exteriores las calificó de “absurdas”. El único plan de paz es la guerra total en la que Occidente continúe suministrando armamento cada vez más pesado y peligroso para atacar sin piedad a las tropas rusas sin tener en cuenta las consecuencias.
El pasado 18 de julio, uno de los columnistas más importantes de The Washington Post, David Ignatius, escribía que “para Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, estos 18 meses de guerra han sido un éxito estratégico a un coste relativamente bajo (salvo para Ucrania)”. El coste de la guerra está siendo más elevado para los países europeos que para su aliado estadounidense, especialmente en términos de pérdida de acceso a la energía barata rusa, pero también en carencias industriales y pérdida de autonomía estratégica. Para Washington, sin embargo, la participación indirecta en la guerra de Ucrania es un negocio rentable en el que sus grandes empresas mejoran su posición de mercado. Estados Unidos está logrando desgastar a Rusia, un aliado importante de China, su rival real, mientras logra una creciente sumisión de los países de la Unión Europea. Todo ello sin arriesgar su economía ni a sus soldados. Como escribieran hace unos meses Condoleeza Rice y Robert Gates, Estados Unidos cuenta con un socio “dispuesto a soportar las consecuencias de la guerra para que no tengamos que hacerlo nosotros mismos en el futuro”. Son los beneficios de la guerra proxy, en la que el coste económico es soportable y los daños recaen sobre ese proxy que únicamente merece una aclaración entre paréntesis.
“En un año y medio de conflicto, las minas terrestres, junto a bombas sin explotar, proyectiles de artillería y otros mortíferos productos de la guerra han contaminado una cantidad de territorio de Ucrania similar al tamaño de Florida o Uruguay”, escribía este fin de semana The Washington Post. Esta descripción no tiene en cuenta el conflicto 2014-2022, inicio real de la contaminación del suelo de Donbass con todo tipo de minas que, a lo largo de los años han causado víctimas civiles. El artículo, que califica a Ucrania como “el país más minado del mundo”, tampoco tiene en cuenta las minas antipersona Lepechtok difuminadas por Ucrania durante meses en zonas urbanas y de grandes poblaciones como la ciudad de Donetsk. Sin embargo, es representativo de esos costes, que no solo son económicos y que van a correr siempre a cargo de la población civil del país en guerra. “La transformación de la tierra ucraniana en eriales llenos de peligro es una calamidad a largo plazo a una escala que los expertos raramente han visto y que podría llevar años y miles de millones de dólares eliminar”, añade el artículo. Sin embargo, todo está justificado en la guerra común contra Rusia en la que cualquier propuesta de negociación es considerada una traición a la democracia y a los valores europeos que Ucrania cínicamente dice defender.
Con la guerra como único camino hacia adelante, Antony Blinken ha anunciado que Ucrania se prepara para utilizar sus principales fuerzas en la ofensiva. Se trataría de la introducción de las brigadas entrenadas durante estos meses en el extranjero. “Y cuando se desplieguen y pasen a la acción todas las fuerzas que han sido entrenadas en los últimos meses y el equipamiento que hemos suministrado para ellas desde alrededor de 50 países, creo que todo esto va a marcar una diferencia significativa y llevará a cambios”, afirmó el Secretario de Estado de Estados Unidos. En la misma línea se ha mostrado Volodymyr Zelensky, que ha vuelto a insistir en la necesidad de recibir aviación y misiles de largo alcance que Estados Unidos ha vuelto a negarle, posiblemente por la certeza de que serían utilizados contra Crimea en un acto que solo podría llevar a una escalada. El creciente uso de misiles rusos en zonas menos protegidas por las defensas aéreas está suponiendo un grave problema para Ucrania, que ha buscado proteger su capital, pero que puede haber dejado al descubierto lugares como Odessa, donde incluso los triunfalistas informes ucranianos no afirman haber derribado siquiera la mitad de los misiles rusos. La ofensiva ucraniana, las amenazas de futuros ataques, los golpes en Crimea y el final del acuerdo de exportación de grano han elevado la actividad militar y también el peligro. Hace unos días, Yury Ignat, portavoz de la aviación de Ucrania, admitía el uso de defensas antiaéreas en zonas urbanas, un peligro añadido para la población e infraestructura civil. “Todo lo que tenemos ahora -tanto lo viejo de fabricación soviética como lo que nos han suministrado nuestros socios, es insuficiente para hacer en Ucrania un semicírculo de defensa aérea para que no pueda pasar ni un ratón”, afirmó. Y a la pregunta de si las defensas antiaéreas no podrían alejarse de los barrios residenciales, respondió que “no hay otra forma de defender una ciudad que desplegar los sistemas de defensa aérea más cerca de ella”.
La escalada militar, que en estos momentos se está concentrando en la línea del frente de Zaporozhie, pero también en Crimea y en Odessa supone un notable aumento del riesgo para la población civil, como ha podido verse tanto en Kerch como en Odessa, un desarrollo de los acontecimientos prácticamente inevitable desde el momento en el que se optó por la guerra hasta el final como única salida al conflicto. Las muertes en Crimea o los daños en viviendas y la catedral ortodoxa de Odessa -posiblemente fruto de las defensas antiaéreas, no de un misil ruso, que habría causado una mucho mayor destrucción- son la consecuencia de ello, una parte del “coste relativamente bajo (salvo para Ucrania)”.
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