miércoles, 23 de marzo de 2022

La tragedia de Mariupol


El viernes pasado, las autoridades rusas extendían por primera vez a los nacionalistas, en este caso a los soldados del regimiento neonazi Azov, la oferta de preservar la vida a cambio de deponer las armas. La oferta se refería especialmente a Mariupol, donde en estas semanas se está librando una batalla cuerpo a cuerpo que ha causado una situación humanitaria catastrófica en una ciudad en la que, con las tiendas saqueadas y los servicios públicos desaparecidos, la población se encuentra completamente abandonada a su suerte. El domingo, las autoridades rusas presentaban un ultimátum a Ucrania, una oferta final según la cual los soldados desarmados podrían abandonar la ciudad a cambio de rendirse.

Completamente sitiada, sin posibilidad de recibir refuerzos ni suministros, Ucrania ha mostrado su voluntad de luchar hasta el último residente de Mariupol. Hace ya dos semanas que el regimiento Azov exigía al Ministerio de Defensa refuerzos para levantar el cerco, una ayuda que Oleksiy Arestovich, que a diario presenta el parte de guerra en representación del Gobierno ucraniano, calificó de imposible. Las tropas ucranianas han de resistir en una batalla en que ha perdido todo sentido: la resistencia de Mariupol tampoco protege ningún otro punto en la retaguardia. Sin embargo, Ucrania parece haber elegido ya el papel que debe jugar Mariupol: una ciudad mártir que sufre ahora por la dureza de la guerra y por las decisiones de un Gobierno al que no parece importarle el día después de la batalla.

No toda la población local sabe que existen los corredores humanitarios, pero todos los soldados lo saben. El domingo, las salidas de Mariupol hacia Volodarskoe, Berdyansk y Mangul estaban abiertas. Al menos para quienes se las arreglaran para salir de los bloques a través de la temporal línea del frente. Hay mucha gente a la salida. Pero no todos se marchan. Muchos se han quedado y otros vuelven.

No estaban ahí para saquear y digamos que la administración militar no ha impedido la apertura de centros logísticos en las afueras de la ciudad. Me fijé en lo que la gente arrastraba de ahí: agua. ¿Comprenden? No se llevaban televisiones de plasma, ni cajas de zapatillas sino agua. Y volvían a la ciudad. A sus casas.

Al mismo tiempo, había un flujo completamente salvaje de salidas. Estuve en Volodarsky, donde puede que haya ya miles de refugiados. Y seguían llegando más y más. Ahí estaban los camiones blancos del convoy de ayuda humanitaria, el Ministerio de Emergencias local. La población era trasladada hacia Rostov. A través de Donetsk. Quien tiene familia en Donetsk puede salir por ahí. Y después seguir a Rostov.

Hay muchos refugiados en Novoazovsk. Estuve ahí por la mañana, eché gasolina y toda la ciudad estaba llena de coches con carteles de “Niños” en sus ventanas rotas. La gente cambiaba las grivnas. Probablemente vayan a Rusia. ¿Adónde más se puede ir desde aquí?

La otra opción es quedarse. Hay muchos así. Hay un hornillo en cada entrada y algo se está cocinando. Una especie de estufa hecha de ladrillos. Está llena de ramas cortadas por la metralla o muebles que han caído por las ventanas. Deshacerse de muebles es una medida preventiva. Así las casas no se queman completamente. Me cuentan: sí, hay humo, pero dentro están más o menos intactas. Habrá que hacer reparaciones, cambiarlo todo, pero seguirán viviendo. La población está en pleno frenesí, por supuesto.

Me horrorizó ver una bolsa con el cuerpo de un niño en un cruce a la entrada de Mariupol. Estaba cubierto con alguna ropa o con una sábana. Un niño yacía ahí.

Hay centros comerciales como los que tenemos en Moscú: Lenta, Ikea, los mismos hipermercados con grandes áreas de aparcamiento. Todas están desmanteladas.

Aquí también hay una estúpida nueva forma de hablar. La idea de barrer se ha sustituido por chequear. ¿Por qué no? Aquí hay un verdadero Grozni, un Stalingrado, no puedo encontrar otras comparaciones. De Mariupol sale una humareda constante. La artillería golpea sin parar. Resulta que ayer también había sistemas reactivos.

Me encontré con el corresponsal de guerra Semyon Pegov, mi viejo camarada. No tuvimos tiempo de decirnos dos palabras e inmediatamente tuvimos que saltar debajo de un coche. Puse la cabeza debajo del motor, el lugar de más éxito. Semyon se apoyaba la cabeza en la suela de mis zapatos. Los Grad cubrían el Hospital Número 17.

Lo peor de todo es que, solo cinco minutos antes, se me habían acercado una mujer y un niño (todo el mundo me confunde con un oficial). La mujer vino a mí y me dijo: “¿Dónde puedo encontrar medicinas?”. Le envíe al Hospital Número 17. Unos minutos después, el hospital está cubierto de Grads. Y yo estoy ahí digiriéndolo todo.

Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda

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