viernes, 6 de enero de 2023

Imponer el discurso


Como en prácticamente cualquier conflicto bélico, desde que comenzara en 2014, el aspecto informativo ha sido parte esencial de la guerra en Ucrania, ya fuera en su fase contenida en Donbass como, de forma intensificada, en la fase actual, que no solo involucra a un tercer país, Rusia, sino que sus consecuencias se han extendido a todo el territorio ucraniano. En esa tarea de imponer su discurso frente a otras alternativas, Ucrania ha contado siempre con la participación del aparato mediático occidental. En estos más de ocho años transcurridos entre los hechos de 2014, que no solo se limitaron a la guerra en Donbass, sino que incluyeron también los asesinatos de Maidan, el golpe de estado de febrero, la masacre de Odessa y la incorporación a las estructuras oficiales de grupos nacionalistas vinculados a la extrema derecha más radical, las críticas a Ucrania por su actuación en esos casos han quedado extremadamente limitadas.

Más escasos aún han sido los reproches a Kiev por no haber sido capaz de resolver los casos de los asesinatos del Maidan, por castigar a un solo culpable por las muertes de la Casa de los Sindicatos de Odessa, por iniciar una guerra para solucionar por la vía militar un problema que, en aquel momento era político, o por su actuación en los siete años posteriores a la firma de los acuerdos que debían trasladar el conflicto bélico al plano diplomático. Pese a jactarse abierta y públicamente durante años de su rechazo a cumplir los acuerdos firmados por las partes y negociados con la mediación de dos de las potencias europeas, Alemania y Francia, en el tiempo en el que los acuerdos de Minsk fueron considerados una vía útil de resolución del conflicto, la culpa del perpetuo bloqueo fue constante y conscientemente adjudicada a Rusia. También la visión de la guerra que durante los casi ocho años de conflicto en Donbass dio la maquinaria de comunicación occidental fue la impuesta por Kiev: un actor exterior que manejaba los hilos movilizó una falsa rebelión para justificar su injerencia externa, una invasión invisible que se ha instalado ya en la conciencia colectiva mundial gracias a los medios de comunicación, que en este tiempo han ignorado, desestimado o deslegitimado todo aspecto político legítimo que tuvieron esas movilizaciones en Donetsk, Lugansk y otras ciudades de Donbass.

Pese a haber tratado de solucionar un conflicto político por la vía militar y haberse negado a cumplir un acuerdo negociado por países de la Unión Europea y que había firmado o rechazar abiertamente reanudar el pago de pensiones en Donbass, Ucrania siempre fue presentada como el país agredido, no la parte agresora. Y pese a demonizar y perseguir a todo tipo de opositores (fundamentalmente a los comunistas, aunque la demonización y humillación no se limitó a ellos sino que se extendió a todo lo considerado prorruso, lo fuera o no), Kiev siempre fue considerado un bastión de los valores europeos y de la democracia frente al autoritarismo ruso.

En ese contexto de éxito rotundo de la imposición del discurso nacionalista ucraniano en toda la prensa occidental, no es de extrañar que el relato ucraniano se haya impuesto sin necesidad de esfuerzo alguno desde el 24 de febrero, cuando las tropas rusas cruzaron finalmente las fronteras ucranianas con el inicio de su operación militar especial, en realidad una nueva fase de la guerra, que extendía el conflicto a todo el territorio ucraniano y arriesgaba hacerlo también a parte del territorio ruso. Olvidando todo lo ocurrido los ocho años anteriores, el discurso oficial presentó entonces, y sigue presentando ahora, una “guerra sin provocación previa” (unprovoked war), que ignora deliberadamente que el conflicto bélico comenzó en abril de 2014 cuando Turchinov anunció la operación antiterrorista, solicitó a Naciones Unidas que participara en ella y el primer ministro Yatseniuk declaró abiertamente que “Ucrania ya está en guerra”. A día de hoy, incluso el ahora enaltecido comandante Valery Zaluzhny admite que, para las Fuerzas Armadas, la guerra comenzó en aquel año. Pero ignorar las exigencias legítimas del pueblo de Donbass y la guerra que siguió a las protestas de abril y el referéndum de mayo de 2014 ayuda a presentar una guerra reciente en la que la culpa puede ser fácilmente adjudicada, no a un país, sino a una sola persona, el presidente Vladimir Putin. Esa versión supone también ignorar, como se ha hecho desde que comenzara la guerra, el sufrimiento humano causado por la decisión del ejecutivo ucraniano, que ante la posibilidad de que Donbass siguiera un escenario similar al de Crimea y perder el control de más partes del país,

La facilidad con la que Ucrania ha impuesto y generalizado su relato de los hechos no solo persiste, sino que ha aumentado con la invasión rusa de febrero de 2022. Frente a cualquier afirmación rusa, publicada siempre creando la sombra de la duda del país al que se ha creado la fama de jamás decir la verdad, toda afirmación ucraniana es entendida como hecho que no precisa de verificación alguna. Las violaciones a bebés, historia que posteriormente le costaría el puesto a la defensora del pueblo, los kits de violación, las salas de tortura, el uso consciente de la violación como arma de guerra, el robo de niños o la deportación de cientos de miles de personas han tomado el lugar de los autobombardeos rusos contra sus propios territorios en el imaginario ucraniano, acusaciones sin necesidad de prueba alguna inmediatamente trasladadas a toda la prensa occidental.

Sin posibilidad de cubrir la guerra desde el frente, o de hacerlo con continuidad, la prensa ha optado por limitarse a reproducir, prácticamente sin matices aquello afirmado por tres fuentes principales: el Gobierno de Ucrania, think-tanks occidentales y servicios de inteligencia, que no siempre son siquiera tres fuentes distintas. Hace unos meses, cuando Rusia y Ucrania se preparaban para la posibilidad de una batalla por la margen derecha del río Dniéper en la región de Jersón, que finalmente no se produjo ante la retirada rusa, se dieron dos ejemplos claros de la forma en que la prensa trata la información de uno y otro lado de la línea del frente.

El caso de los bombardeos de la central nuclear de Zaporozhie, única central nuclear ucraniana bajo control ruso, se ha repetido a lo largo de los meses. La teoría de los autobombardeos rusos contra una central en la que Ucrania acusa a Rusia de mantener tropas -un sinsentido por el que la prensa no se ha molestado en preguntar a Kiev- fue repetido hasta la saciedad. Finalmente, puede que conscientes de que el discurso ucraniano carecía de sentido, los medios optaron por el salomónico “las partes se acusan entre sí”, dando así la misma credibilidad a una acusación carente de toda lógica frente a una que sí la tenía. Ucrania, que trataba de obligar a Rusia a retirarse de la central, siempre tuvo más incentivo en bombardear esas infraestructuras que quien la defendía y sufriría las consecuencias en caso de un incidente nuclear.

Sin embargo, el caso de la presa de Kajovka es aún más flagrante. Las acusaciones se produjeron en un momento en el que Moscú y Kiev cruzaban también otro tipo de amenazas: tanto Rusia como Ucrania afirmaban que la otra parte se planteaba el uso de una bomba sucia, una acusación que Kiev ya había usado en años anteriores contra las Repúblicas Populares, a la que se sumaba entonces Rusia. Correctamente, la prensa presentó las acusaciones rusas como propaganda de guerra, fake news, aunque dio credibilidad al igualmente burdo relato ucraniano. Aunque menos sensacionalista que el uso de armas de enorme peligro, el caso de las acusaciones cruzadas sobre la intención de hacer explotar la presa de Kajovka en la región de Jersón siguen el mismo patrón.

Desde el pasado verano, la táctica ucraniana en la región de Jersón, única zona en la que las tropas rusas tenían presencia en la margen derecha del Dniéper, había pasado por hacer insostenible la situación para las tropas rusas. Los ataques a los puentes e infraestructuras se habían convertido en el principal elemento de lucha, algo que finalmente obligó a Rusia a renunciar a la batalla y retirarse, resguardando así las vidas de las que eran algunas de sus mejores tropas, que podrían haber quedado completamente sitiadas y aisladas sin posibilidad logística de suministro. En ese contexto, Rusia acusó a Ucrania de planear hacer explotar la presa de Kajovka, lo que habría supuesto inundar gran parte del territorio del sur del país, en la margen izquierda del Dniéper, zona bajo control ruso.

La prensa no dio credibilidad a las acusaciones rusas, pero sí a la respuesta ucraniana: Rusia pretendía volar la presa para impedir el avance ucraniano y culparía de los hechos a las tropas ucranianas. En aquel momento, académicos como Ivan Katchanovski aclararon que esas acusaciones carecían de lógica alguna. En caso de destrucción de la presa, Rusia no solo perdería el control de la zona inundada, sino que sacrificaría el suministro de agua a toda la zona sur, incluida la península de Crimea. En la margen derecha, Ucrania no sufriría consecuencia alguna. Pese a carecer de lógica alguna, fue esa la versión por la que optó la prensa occidental.

La retirada rusa de Jersón sin que mediara batalla hizo desaparecer, al menos momentáneamente, esas acusaciones cruzadas. Ya en otoño, temporada alta del barro en la tierra, Ucrania optó por no tratar de forzar el Dniéper para avanzar sobre territorio ruso, por lo que la presa de Kajovka ha quedado olvidada momentáneamente De ahí que la actual admisión que esta semana ha publicado The Washington Post no vaya a causar reacción alguna. Ucrania, tal y como afirmó entonces Rusia, realmente se planteó la posibilidad de hacer explotar la presa. Según recoge The Washington Post, el mayor general Andriy Kovalchuk, que lideraba la contraofensiva ucraniana en Jersón explicó que Ucrania carecía de posibilidades de avanzar rápidamente debido al gran uso de campos minados (práctica que Rusia y Ucrania también comparten).

El medio explica que las tropas ucranianas habían acudido a Alemania para preparar una ofensiva más amplia que incluyera los territorios del sur de Jersón y Zaporozhie que, de momento, no se ha producido. Como advirtieron los socios extranjeros de Ucrania, fundamentalmente los militares estadounidenses, Ucrania corría el riesgo de quedar atrapada ante el envío de refuerzos rusos, una situación que el país conoce de sus intentos de avance profundo en Donbass en el verano de 2014 y que causaron miles de bajas entre sus tropas. En ese relato de la planificación de una ofensiva que no se produjo, The Washington Post explica que “Kovalchuk consideró incluso inundar el río. Los ucranianos, afirmó, incluso realizaron un bombardeo de prueba con un lanzador HIMARS sobre una de las compuertas de la presa de Nova Kajovka, causando tres agujeros en el metal, para ver si las aguas del río subían lo suficiente para destruir los cruces rusos sin inundar las localidades cercanas. La prueba fue un éxito, dijo Kovalchuk, pero el paso se quedó como último recurso”. Ese primer intento y esa admisión de que el plan estaba sobre la mesa coincide con las acusaciones rusas, entonces condenadas como propaganda de guerra de quien iba a cometer el acto que denunciaba.

Sin la posibilidad de cubrir de forma continuada la guerra desde el terreno y el absoluto desinterés por dar una imagen equilibrada de los hechos, la prensa ha optado por continuar con la tendencia del periodismo de declaraciones, que publica como exclusiva las acusaciones de una parte y que cuenta en su lista de fuentes que considera fiables a grupos como el batallón Bratstvo, evidentemente más interesado en presentar su imagen de la guerra en lugar de la realidad. Es decir, la prensa occidental actúa exactamente como acusan de actuar a la prensa rusa, que en su opinión únicamente repite el discurso que llega del Kremlin, en el que cada palabra ha de ser entendida como propaganda. Sin embargo, cada palabra de Bankova ha de ser publicada como hecho que no requiere verificación alguna, como si cualquier declaración de Kiev no fuera también parte del discurso oficial ni de la propaganda de guerra de uno de los bandos en conflicto. Así, por ejemplo, hay que considerar la oferta rusa de una tregua navideña de 36 horas como una jugada táctica para obtener rédito militar sin dudar nunca de la respuesta de Ucrania, país que no solo ha incumplido cada tregua pactada en Minsk, sino que ha prohibido toda negociación con el presidente ruso.

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